domingo, 23 de agosto de 2015

CAPÍTULO 7: El viejo buhonero

El viejo buhonero regresaba a su tierra, Córdoba, después de varios meses pisoteando caminos y carreteras para conseguir algo de dinero con el que poder alimentar a la numerosa prole que había dejado en tierras del Califato.
Había salido muy temprano de Castuera con su burrita cargada de los cachivaches que le servirían de venta o intercambio con los habitantes de los diversos pueblos que iba visitando.
En sus aguaderas se podía encontrar casi de todo: trenzas de pelo, planchas viejas, piquetas de algún arado, pucheros, anafres, bolindres, ripiones y un montón de cosas con las que fuera posible practicar alguna venta o trueque que le resultase ventajoso. Era la primera vez que visitaba la comarca de la Serena pero seguro que no sería la última ya que estaba muy contento con los resultados que estaba obteniendo y con el buen trato que recibía de las familias extremeñas.

En Castuera le habían dicho que a una legua encontraría el primer pueblo, Benquerencia pero que no parara porque era bastante pequeño y en él poco poco negocio podría hacer. Más adelante encontraría Castellán, La Nava, Helechal y Cabeza del Buey que sería el pueblo donde pasaría unos días antes de
 partir de nuevo para tierras cordobesas.

A un par de kilómetros de Castuera encontró un grupo de pinos en la ladera de la sierra. Se acercó a ellos e hizo un buen acoplo de piñas de las que sacaría posteriormente una buena cantidad de piñones para vender o canjear con los lugareños de los pueblos que iría visitando.

Siguió caminando durante media hora y de pronto, al salir de una curva, miró al frente y se quedó totalmente paralizado.

¡¡Qué imagen tan bonita!!. 

Las mejestuosas ruinas de un vetusto castillo cobijando entre sus faldas a un encantador pueblo.


¡¡Cómo era posible tanta belleza!!. 

Le hubiera gustado ser pintor para plasmar en un lienzo lo que sus ojos estaban viendo y poder enseñarlo a todos sus amigos y conocidos para que disfrutaran con tanta belleza.

Cuando el buhonero salió de su éxtasis continuó su camino por la polvorienta carretera que discurría paralela al pueblo. 

No muy lejos oyó el tintineo inconfundible de un martillo golpeando el yunque y se alegró porque las fraguas eran uno de sus sitios preferidos para realizar sus cambalaches. 
Empujó la puerta  y efectivamente allí se encontraba Antonio, el herrero, golpeando un hierro candente del que saltaban infinidad de chispas que, después de elevarse, bajaban en forma de cascada de colores como si la traca final de una feria se tratara. 

Después de dar los buenos días esperó pacientemente hasta que el artesano del hierro acabó de dar al metal la forma deseada y estuvieron un buen rato conversando y cambiando opiniones.

El buhonero se acercó a su burrita, sacó de las aguaderas tres o cuatro piquetas de las que utilizan los arados y se las entregó al herrero a cambio de unas perrillas y un buen trago de vino.
Se despidieron y el viejo caminante y su burra reemprendieron su camino hacia Cabeza del Buey. 

No llevaban recorrido ni una cincuentena de metros cuando encontraron a la izquierda de la carretera una empinada calleja que seguramente se dirigiría al centro del pequeño pueblo. A la mente del buhonero regresaron otra vez las impresionantes imágenes que del pueblo y su castillo había contemplado hacía unos minutos. Sin saber por qué cambió su rumbo y comenzó a subir la empinada calle seguido de su inseparable compañera.

Después de una corta subida llegó a una larga calle que debía ser, por su longitud, la principal del pueblo. Los chiquillos comenzaban a remolinearse en torno al animal con la curiosidad de saber que era lo que había dentro de las aguaderas. 

El viejo hombre sabía por experiencia como tratar a los niños así que en unos minutos conversaba con ellos como si se conocieran de toda la vida. Les estuvo haciendo infinidad de preguntas sobre el pueblo, su castillo, las gentes, las faenas del campo, etc, etc.

Luego abrió su viejo saco, repartió algarrobas entre toda la muchachada y comenzó a vocear su mercancia por la alargada calle en ambas direcciones. Quedó maravillado por  el magnífico
empedrado que tenía. Se veía que había estado hecho con mucho esmero con piedrecitas pequeñas colocadas de forma muy
homogénea con una leve inclinación hacia el centro para permitir la evacuación del agua hacia las distintas albañales cuando lloviera con cierta intensidad. 

Después de recorrer la calle principal pasó por delante de la Iglesia y continuó anunciando su mercancía por otra estrecha callecita formada por pequeñas casas de una sola planta con aspecto de ser acogedoras y confortables. Uno de los chavales que le acompañaban le dijo que aquello era la Roda.

Luego retrocedió hasta la Iglesia, subió una empinada cuesta y se encontró con unas humildes y blancas casas que parecían cobijarse al amparo del castillo como pollitos que se esconden debajo de su madre para evitar el ataque de cualquier poderoso enemigo que podría poner en peligro su vida. Esa fue la imagen que tuvo el viejo caminante  y que guardó en sus retinas para después disfrutar con más calma.

Las horas habían pasado deprisa y pensaba terminar su recorrido por todo el pueblo así que abandonó la alturas del Altillo y se dirigió hacia la única calle que, según los chiquillos le faltaba visitar. Era una calle pequeña con subida bastante pronunciada que coronaba en un cerro y luego descendía hacia la otra parte de la sierra. 

Al viejo buhonero le llamó otra vez la atención su cuidadoso empedrado pero donde quedó totalmente fascinado fue cuando llegó al final de ella y encontró ante sus ojos la belleza de los llanos de la Serena. Otra vez lamentó no ser pintor. Allí se despidió de la muchachada que le había acompañado regalándole a cada uno una canica de barro. 

A un centenar de metros vio un caserón rodeado por unos muros de piedra. Se dirigió a él porque era bastante tarde tarde y había que buscar el alojamiento adecuado porque las noches eran frías. 
La puerta estaba entreabierta, miró y resulto ser un molino de aceitunas. Dejó la burra atada a la puerta y pasó a la nave
donde tres o cuatro molineros estaban en plena faena. Le invitaron a que se sentara al lado de la lumbre, cosa que él agradeció porque el relente estaba ya haciendo acto de presencia. Estuvo
conversando largo tiempo con los hermanos Víctor y Emilio los dueños del molino. Al final les preguntó que si podría pasar allí la noche. Le contestaron que no había ningún inconveniente ya que estaban en plena campaña y el molino continuaba abierto las 24 horas del día.
Le quitó las aguaderas a la burra, la maneó y la dejó suelta debajo del molino donde había pasto para comer y una pequeña laguna donde podría beber agua.

Estuvo conversando largo y tendido con Cobertones y los demás  molineros. Cuando sintió que el sueño estaba llamando a su puerta extendió su vieja manta en un rincón no muy lejos de la lumbre y en unos minutos cayó rendido en los brazos de Morfeo.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano y estuvo ayudando a los molineros en sus diferentes faenas, sobre todo a la hora de subir y bajar la palanca de la prensa hidráulica para realizar el prensado de los capachos y hacer salir el aceite con el alperchín.

A eso de las nueve cargó su burrita y subió hacia el pueblo para ver si realizaba alguna venta o trueques ya que de las perrillas que le había dado el herrero tenía que guardar una parte para su familia de Córdoba y el resto se gastaban rápidamente.

En la calle principal le dijeron que vivía Manuel de Algaba un hombre muy mañoso que se dedicaba a hacer y reparar cualquier tipo de cosas o herramientas. Llamó a su casa y allí encontró al buen hombre arreglando el somier de una cama al que se le habían soltado unos muelles.

Estuvieron haciendo tratos y al final llegaron a un acuerdo económico y el buhonero le entregó a Manuel tres viejas planchas y
un par de soplillos que llevaba en las aguaderas a cambio de unas cuantas pesetillas.
Siguió recorriendo las calles del pueblo y al terminar la de la Roda dejó  la burra atada a una reja de la ultima casa y bordeando los corrales comenzó a subir hacia las viejas ruinas del castillo.
Cuado llegó arriba y miró para la parte de la solana sus viejas pupilas se dilataron ante el espectáculo que se dibujaba ante sus ojos:

 Justo debajo de las casas empezaba un mar de nubes blancas que abarcaba toda la llanura y terminaba por encima de Puerto Hurraco, así le habían dicho que se llamaba el vecino pueblo,  dejando a la vista la mitad de su sierra. Unas cuantas veces cerró los ojos, respiró hondo y volvió a abrirlos. Él, que tanto había visto y recorrido, estaba emocionado ante semejante espectáculo.

Nuestro amigo no sabría  explicarnos el tiempo que estuvo ensimismado con lo que veía pero lo que si es cierto que hubo un momento que cambió de posición, caminó unos pasos, y se puso a mirar en le dirección opuesta. Era incleíble. Aquí la niebla había desaparecido y se podían disfrutar de las extraordinarias vistas de
los llanos de la Serena. 
Le parecía imposible que sin apenas moverse pudiese estar al mismo tiempo en dos mundos tan distintos.

Estaba mirando ensimismado cuando le pareció oír a lo lejos el gruír de unas grullas. Se acercó a la otra parte del castillo y, efectivamente, por encima de la niebla se acercaban dos bandos de dichas aves en perfecta formación. Aquello fue la guinda que coronó al pastel. Vio como los animales pasaron rozando la sierra a la derecha del pueblo y se perdían en dirección a la Serena.
Se le había hecho tarde así que empezó a bajar el camino hacia la Roda para recoger a su compañera y contarle lo que había visto.

Regresó al molino de la Rana porque durante todo el días no había caído en la cuenta de que tenía que buscar un lugar donde pasar las noches en el que hubiese algún camastro o jergón que le evitase la incomodidad de dormir en el suelo.
Pidió permiso a los dueños del molino para quedarse una noche más y estuvo un par de horas ayudando a los molineros hasta que volvió al rincón de la noche anterior, extendió su vieja manta y se quedó profundamente dormido.

Se despertó con las primeras luces del alba y estuvo un buen rato ayudando en lo que podía. Le invitaron a comer unas suculentas migas extremeñas acompañadas de ajos asados, pimientos, torreznos y chorizo.

Luego cargó de nuevo a su burra y subió para el pueblo con la ilusión de que se le diera bien el día. 
En el corto trayecto que había hasta llegar a la calle principal se cruzo con varias personas que le llamaron la atención:
Una señora pequeñita vestida de negro con un cántaro en la cabeza y otro debajo del brazo que seguramente iría por agua a alguna fuente cercana. 
¡¡Buenos días señorito!!- le saludo.
Le hizo gracia lo de "señorito" pero en el fondo sintió agradecimiento hacia la diminuta mujer.

Un hombre ya maduro con medio saco de supuestas aceitunas al hombro.
Un chaval de diez o doce años subido en un burro con aguaderas cargadas con cuatro cántaros.
Por último tuvo que apartarse para dejar pasar a un mozalbete que llevaba una caracola en la mano y una treintena de cabras.

Al llegar a la calle principal giró a la izquierda porque observó que había bastante animación. Se acercó para ver lo que pasaba. 

Cinco o seis hortelanos exponían sus productos en la misma calle como si de una especie de mercado se tratara. Continuó su recorrido por todo el pueblo pero esa mañana no consiguió hacer ningún trato ni venta así que regresó al molino, descargó la burrita, se sentó al lado de la lumbre y se quedó un buen rato pensando en tratar de ordenar las numerosas ideas que corrían por su cabeza. 

Por un lado se daba perfecta cuenta de que, al ser Benquerencia un pueblo pequeño, no podría continuar vendiendo o cambiando las cosas que llevaba y por otro sentía como si una fuerza interna le estuviese diciendo que se quedara.

Llegaron unos mozalbetes con unos cuantos kilos de aceituras que habían "rebuscao" en el olivar de Gironza. Se las pesaron y recibieron unas pesetillas a cambio. 
Esta operación le dio una idea al viejo buhonero. Por lo menos podría seguir en Benquerencia un par de semanas más.

Al día siguiente se levantó temprano pero no le puso a su burrita las aguaderas como había hecho durante los últimos años sino que le pidió a los molineros un saco y partió con decisión hacia los olivares de la umbría. 
Bajó por un camino perfectamente empedrado y a un par de kilómetros se encontró con otro molino cuya existencia desconocía. Entró en él y estuvo platicando un buen rato con el dueño y los molineros. Pidió información y le dijeron que era "El Molino del Pajarero" y que por aquella zona ya se había recolectado la aceituna, por lo tanto, podía rebuscar por donde le apeteciera. Les dió las gracias por su amabilidad y después comerse una enorme tostada de pan con la que fue obsequiado, se marchó hacia los olivos lleno de ilusión.


Estuvo toda la mañana recogiendo del suelo una a una las aceitunas que se habían quedado. En un olivo cuatro, en otro cinco o seis, otras medio enterradas  y, más de una vez, tenía que subirse al olivo porque algunas se habían camuflado entre las ramas y no era cuestión de perderlas.

Terminó molido porque sus viejos huesos y músculos ya no estaban preparados para tanto esfuerzo pero esbozó una sonrisa cuando comprobó que había recogido casi medio saco. No tenía idea del precio pero seguro que en el molino le darían por ellas unas buenas perrillas.

Así que por unas semanas el viejo buhonero se había convertido en el "viejo rebuscador de aceitunas".
Cada mañana salía muy temprano alternando los olivares de la solana con los de la umbría. Como se las pagaban al mismo precio unas veces dejaba "su carga" en el molino del Pajarero y otras en el de la Rana.

Las tardes las dedicaba a disfrutar visitando los preciosos y encantadores lugares que tenía el pueblo.
Uno de sus sitios favoritos era la Cueva de la Monja a la que se llegaba en unos cuantos minutos atravesando el Manzanar, una preciosa finca con gran número de perales, ciruelos y manzanos.
La cueva no era muy grande pero servía perfectamente para refugiarte de la lluvia y el viento. En su interior había una pequeña poceta que mantenía agua fresca casi todo el verano.

Preguntó a los lugareños por su nombre y le contestaron que en tiempos muy lejanos había en Benquerencia un buen número monjes y monjas de distintas congregaciones que vivían en lo que ahora es Rando y en la ladera de la sierra.

Se ve que una monja tenía la costumbre de retirarse a la cueva con bastante frecuencia para ofrendar sus oraciones y llegó un momento en que, prácticamente vivía en ella. 
De ahí "La Cueva de la Monja"

Otros de los lugares preferidos por nuestro protagonista eran las fortalezas prerromanas de las Calderetas y el Puerto Ancho. 

Cuando llegaba fatigado por el esfuerzo que tenía que hacer para llegar a la cima y contemplaba la perfecta alineación de las enormes piedras que marcaban el perímetro de la construcción cerraba los ojos y se imaginaba la vida que muchos años atrás había en dichos recintos creados como otros muchos a lo largo de la sierra para evitar el paso de los ejércitos enemigos entre la Bética y Penibética y el Reino de Castilla.


Otras veces daba un salto en el tiempo y observaba que las antiguas construcciones defensivas habían pasado a una misión de vigilancia y control de la gran cantidad de ganado que hacía la transhumancia entre Andalucía y las tierras castellanas. Si los rebaños querían pasar por los puertos tenían que pagar un impuesto o tributo para hacerlo. Muchas veces consistía en dejar unas cuantas cabezas de ganado parte de las cuales servían de alimento a los defensores de las fortalezas mientras otras eran entregadas a los gobernantes del pueblo.

El viejo buhonero bajó de las alturas de la sierra con la cabeza henchida de tantos pensamientos del pasado y se dirigió al casino que había frente a la Iglesia para tomar unas copas de vino con los numerosos amigos que hebía hecho en el poco tiempo que llevaba en Benquerencia.
A la mañana siguiente madrugó y las primeras luces del alba encontraron a él y su saco en medio del olivar de Gironza para iniciar su jornada de rebusco.

Pasaron unos cuantos días y nuestro protagonista comenzó a preocuparse porque las aceitunas comenzaban a escasear y el molino no tardaría mucho en cerrar sus puertas.
Una tarde se dirigió a otro de los lugares más emblemáticos del pueblo: La Muña.

No tardó mucho en llegar porque la fuente estaba bastante cerca del pueblo. Cuando llegó se quedó prendado de la belleza del pozo y de la pila donde se echaba el agua para que bebieran los animales.
Hubo un momento en que cerró los ojos y vio llegar por el camino de Magacela a Fernando III el Santo subido en una preciosa yegua blanca a la cabeza de sus huestes. Se dirigían a la conquista de Córdoba (1236).

Fernando armó su tienda al lado de la fuente, los soldados abrevaron los caballos y se dispusieron a pasar allí la noche para reponer fuerzas.
Al poco tiempo vieron que una comitiva se acercaba procedente del pueblo. Era el Alcaide moro del Castillo que bajaba a ofrecer sus presentes al rey.
Fernando aceptó el pan, la carne, el vino y la cebada que le traían y después de una amistosa conversación le pidió al Alcaide que le entregara las llaves del castillo.
Éste se negó prometiéndole que se las entregaría a su regreso de Córdoba.

Aquí el viejo buhonero despertó de su sueño y volvió a la realidad.
Cuando regresó al pueblo preguntó  que cómo había acabado dicha historia. Le contestaron que el Alcaide había prometido en falso pensando que Fernando III el Santo nunca podría conquistar Córdoba con los pocos soldados que llevaba y que a su regreso el Castillo fue tomado por las armas y el Alcaide no tuvo otro remedio que entregar las llaves de la fortaleza. 

Ya era de noche cuando regresó al molino. Se acostó muy pronto porque estaba muy cansado. Aún no había conciliado el sueño cuando oyó decir a uno de los molineros: 
¡¡Estas son la últimas!!
El corazón le dio un brinco. Se daba cuenta que posiblemente esa sería la última noche que dormiría allí.
Y no se equivocaba ya que cuando despertó por la mañana los molineros ya estaban lavando los rulos, capachos y demás maquinaria para dejarlos en perfecto estado hasta el año siguiente.

Cogió su burrita, puso en las aguaderas todos cachivaches que le quedaban y, después de despedirse de los molineros, dirigió sus pasos hacia el pueblo.
Por la calle principal se iba despidiendo de los chiquillos y de las personas que encontraba. Pero algo en su interior le decía que no podía marcharse. Qué él se encontraba muy feliz en aquel pequeño pueblo extremeño. Pero tenía claro que al acabarse el "rebusco" y al no vender prácticamente nada sus ingresos eran nulos y cada día que pasaba tenía que "pellizcar" las perrillas que llevaba ahorradas para su prole cordobesa.

Llegó al final del camino que conducía a la carretera que tenía que coger para llegar a Cabeza del Buey que era la siguiente parada que pensaba hacer camino de su tierra.
Se paró y estuvo unos segundos pensando. Después de un tira y afloja entre su corazón y su cabeza dio media vuelta y se volvió para el pueblo.
A la gente le extrañó verlo regresar pero se alegraban porque el 
viejo hombre se había hecho querer en el poco tiempo que había estado entre ellos. 

Aquel día la noticia de su regreso corrió de boca en boca por toda
la localidad.
El buhonero lo primero que hizo fue dirigirse a la Iglesia porque era uno de los pocos lugares importantes de Benquerencia que no había visitado. Acababa de terminar la misa y se cruzó con los feligreses, muchos de los cuales lo saludaban como para darle las gracias por haberse quedado en el pueblo.
Entró en el recinto religioso y quedó maravillado por su sencillez y belleza. 
A la entrada había una preciosa cancela tallada en madera que permitía la entrada al edificio por ambos lados.

A la derecha estaba la pila del agua bendita estaba formada por un capitel de mármol blanco y un pie también de mármol. 
El capitel estaba decorado al estilo gótico con cuatro conchas mascarones, con dos órdenes de hojas en el equino. El material utilizado es el mármol blanco. La pila aparecía decorada en su parte inferior con motivos vegetales muy desgastados. En la parte superior, junto al borde, había talladas cinco conchas y una cara femenina

A la izquierda estaba la pila del bautismo realizada en piedra agallonada, apoyada en un robusto tallo igualmente de piedra. El material utilizado es granito visto, constaba de un pie de base poligonal y una pila circular. El pie tenía decoración de cuatro bolas y doble fila de gallones. Los contó uno a uno: 38 en la parte superior y 39 en la inferior. Calculó que de diámetro podría tener

más o menos un metro. Le pareció de una belleza extraordinaria.

Después cogió un farol de la sacristía, encendió la vela que llevaba dentro, y por una pequeña puerta lateral comenzó a subir las escaleras del campanario.

Vio que en el primer recodo a la derecha, estaba reutilizado como material de construcción un fragmento de una estela de granito. Aunque estaba colocada al revés, se notaba que le faltaba la parte superior y, además, un escalón ocupaba una parte del texto.
Una vez arriba estuvo disfrutando bastantes minutos de las magníficas vistas que desde allí se podían contemplar. El castillo parecía mucho más grande y daba la sensación de que se podía

tocar con la mano. Pero lo que más le gusto fue la enorme sensación de paz y tranquilidad que desde allí se respiraba.

Bajó del campanario cargado con nuevas energías y se dirigió a visitar la Aljibe que estaba justo al lado de la Iglesia. 

Había dos brocales de granito, semioculto por las capas el cemento que se le habían puesto para su saneamiento, habiéndose perdido los vasos que apoyarían en aquellas. El granito está muy rodado por el roce de las sogas para sacar agua, pues hay que tener cuenta su utilización hasta este siglo desde que fue construido en la Edad Media.

Con la ayuda de una tomiza que llevaba siempre en su burra se descolgó por el brocal ya que estaba ilusionado con ver su interior.

Quedó maravillado con lo que pudo contemplar.


Había tres arquerías con arcos de medio punto, sobre pilares que separaban cuatro naves con bóvedas de cañón. Los pilares estaban formados por grandes prismas graníticos de base cuadrada en su mayoría y alguno rectangular como es el caso de una estela romana reutilizada.

Los arcos que arrancaban de los pilares eran de ladrillo.

Un andén de mampostería recorría casi todo el perímetro de la aljibe a una altura que rondaría el metro. Se sentó en él, cerró los ojos, se trasladó mentalmente al siglo XXII/XIII y pudo oír los murmullos y conversaciones en una lengua que no entendía de la gente que estaba haciendo cola para coger agua. Sin duda en aquella época este lugar debía de haber sido uno de los más importantes de Benquerencia.


Cuando terminó su visita se dirigió a la calle principal y comenzó a preguntar a la gente con la que se cruzaba si había en el pueblo algún caserón deshabitado donde pudiera pasar la noche. Las respuestas fueron negativas. Recordó que antes de marcharse Pedro de Cobertones había comentado que el molino del Pajarero tenía aceitunas para una semana más. Así que decidió acercarse a él para ver si le dejaban dormir allí un par de noches.

En la calle Arriba se cruzó con Manuel(el Chiquitín) con el que estuvo conversando sobre los motivos de su regreso y las intenciones que tenía de acercarse al molino para ver si le daban cobijo. El hombre le contestó que él venía precisamente de allí de recoger dos cántaros de aceite y que también habían terminado la

molienda por aquel año.

En viejo buhonero contrariado por la noticia se dio la vuelta y, apesadumbrado acompañó a Manuel hasta la calle principal. Ya iba a despedirse de él cuando el Chiquitín le dijo:

-Venga hombre, no te preocupes, en mi casa puedes pasar unas cuantas noches que no te faltará algo que llevarte a la boca y un puñado de cebada para la burra.-

Nuestro protagonista no contestó pero de sus ojos brotaron unas pequeñas lágrimas de agradecimiento.

Llegaron a su “nueva residencia” que estaba situada en el centro del pueblo. Era una casa de tres cuerpos el primero de los cuales cada año cuando llegaba San José, según le contó la Manuela, se convertía en una taberna. En el último, a la izquierda, estaba la cocina donde siempre estaba encendida una confortable lumbre alimentada por leña de encina.

A la mañana siguiente el viajero salió camino de la Ermita de San José ya que era uno de los sitios que aún no había visitado y siempre estaba en boca de los benquerencianos.

Abrió la puerta y se encontró con la imagen de San José. No era muy creyente pero una fuerza interior hizo que se arrodillase delante de él. Cerró los ojos y le rezó unas cuantas oraciones que había aprendido de pequeño. Le pidió que protegiera a su familia y después de hacer la Señal de la Cruz abandonó la ermita.
Como era bastante temprano siguió camino abajo para conocer la fuente de la Muña. Era un pozo perfectamente empedrado y con bastante agua. Al lado había una pila de granito muy bien conservada en la que vertían el agua para que los animales pudiesen beber.
De allí salió hacia los hornos de Ignacio y "Loja" y regresó al pueblo por el camino del Pozo Luis.

Por la noche salió a dar una vuelta para hablar y cambiar impresiones con los numerosos amigos que había hecho en el pueblo. Estuvo en el casino del Niño tomando unos vasitos de vino a los que casi siempre era invitado. No le dejaban pagar. Luego estuvo en el casino del Teco con el alcalde y las fuerzas vivas del pueblo que habían tenido una asamblea para nombrar a un guarda de campo por jubilación de uno de los que estaban en servicio.
Regresó a su nuevo domicilio  y se sentó al lado de la lumbre con la nueva familia de acogida.
Al calorcillo de la hoguera estuvieron conversando largo tiempo de las fiestas de San José en las que algunos de los feriantes se
quedaban en esta casa, de las penurias del campo y de los pequeños acontecimientos cotidianos que formaban parte de la vida del pueblo. 
La mañana siguiente la dedicó a visitar lugares de la sierra que eran muy frecuentados por los lugareños: La Polaca, que según le contó Mateo(el de las vacas de D.Sabina), era una especie de Senado donde se hablaba de política y se discutían los problemas del pueblo.

Luego pasó a la Chorranguera que estaba justo al lado y a la Iglesia. Estos dos últimos sitios eran dominio de la chiquillada benquerenciana.
Siguió adelante y se encontró con el cabrero que le estuvo haciendo una demostración del toque de su famosa caracola. También le dijo que cerquita de allí estaba una cueva muy famosa: "La cueva de los siete cuartos". Sin pensárselo dos veces se dirigieron a ella y estuvieron un buen rato recorriendo sus cortos y angostos pasadizos.
Cuando ya estaban descendiendo de la cueva el viejo buhonero
tuvo la mala suerte de resbalar y caer al suelo desde una altura de varios metros. El cabrero acudió a su lado temiéndose lo peor. 

Como pudo lo levantó del suelo y comenzó a animarlo porque aparentemente parecía que no tuviese nada preocupante a excepción de los fuertes dolores en uno de sus brazos. Con su navaja le rasgó la manga de la camisa y comprobó que se le había salido el codo.
Regresaron al pueblo y se dirigieron hacia la Roda porque allí vivía Basilio, un hombre experto en el tema de fracturas de huesos. Basilio no perdió el tiempo. Lo sentó en una silla, le puso en la boca un pañuelo doblado para que mordiera y con un brusco tirón hizo que el hueso volviera a su sitio. 
El cabrero regresó con sus animales y Carmen, la esposa de Basilió, que además era la carnicera del pueblo, preparó un buen tazón de café para el lesionado que seguía quejándose del brazo.

dedujo que tendría alguna fisura así que salió al corral para coger el "material necesario" para entablillarle el brazo. Regresó con un manojo de retamas y unos trozos de cañas secas. Después de machacar la retama en un mortero la colocó en un trozo de tela que enrolló alrededor del brazo. Cogió tres trozos de caña de unos veinte centímetros, los dividió en dos longitudinalmente y con una
tranquilidad pasmosa los fue colocando por encima de la tela. Lo ató todo con un par de cuerdas de pita y dio por terminada la "operación".

Por la tarde se acercó a casa de la Clarisa para pedirle medio saco de algarrobas pues las pocas que a él le quedaban ya estaban un poco rancias. Un par de chiquillos se subieron al enorme árbol que estaba en la misma calle y en unos minutos las algarrobas estaban en el saco del caminante. La buena mujer no le cobró nada y encima le regaló un par de vasos de garbanzos tostados.

Al alba de la mañana siguiente el Chiquitín le ayudó a cargar su burrita y el viejo buhonero, dolorido, pero con el corazón alegre por todo lo vivido en aquel pequeño pueblo extremeño, inició el regreso a su tierra cordobesa. 
Volvió la cabeza justo cuando la silueta del Castillo desaparecía en una curva de la carretera y unas emocionadas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Miró hacia el cielo y le pidió a Dios que le diera salud para volver algún día a recorrer aquellos parajes que tanto le habían emocionado.


EN RELACIÓN CON EL CAPÍTULO

Artesanado de madera de la Iglesia de Benquerencia


Escalones de subida a la fortaleza de las Calderetas


Escalones de subida a la fortaleza del Puerto Ancho
Detalle del empedrado de la Muña
El Pozo Luis

2 comentarios:

  1. Que historia mas bonita, me ha encantado.
    Es que como la gente y el pueblo de Benquerencia no hay nada.

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  2. Bonita historia me ha encantado.
    Orgulloso de tener padres de Benquerencia

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